Programas de mano: iconos de seducción cinéfila

Creados como herramienta publicitaria para atraer espectadores a las salas, los programas de mano, denominados también carteleras o prospectos de cine, pronto se convirtieron en objeto de coleccionismo para los amantes del Séptimo Arte gracias a su atractivo visual y su capacidad para recrear la magia del celuloide a través de imágenes y composiciones.

Este tipo de anuncios y soportes para la promoción de películas y filmes, que en España abarcaron cerca de veinte mil títulos, surgieron a principios del siglo pasado como austeros canales de transmisión con objeto, básicamente, de dar a conocer la obra, la fecha y el lugar de estreno aunque evolucionarían, con el paso del tiempo, hasta convertirse en joyas del diseño gráfico que, a veces, seducían en mayor medida que el largometraje en cuestión.

Los primeros programas de mano impresos en nuestro país aparecen al mismo tiempo que el cinematógrafo y consisten en simples y pequeñas hojas informativas realizadas en papel monocromo, inspiradas en las del teatro, que las incipientes salan editaban y repartían entre el público para mostrar el contenido de la función y las horas de las sesiones.

No solían contener imágenes y la difusión de las proyecciones, generalmente breves cortometrajes sobre aspectos de la vida cotidiana a la manera de los filmados por los hermanos Lumière, compartía espacio con otros espectáculos como conciertos, audiciones o representaciones de magia al carecer todavía de entidad propia para publicitarse de manera individual y justificar, por sí mismas, el precio de la entrada.

Estos primitivos programas mutaran progresivamente de aspecto hasta llegar a convertirse en verdaderos instrumentos de promoción fílmica en los que se cuida hasta el más mínimo detalle y se potencia la mitomanía del espectador otorgando un papel relevante a los directores y los actores protagonistas del filme.

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Así, con la llegada de los primeros largometrajes y la entrada en escena de las grandes productoras y distribuidoras, los prospectos de cine, cuyo reparto ya no se limita exclusivamente a la sala sino que se extiende a la calle para captar nuevos clientes potenciales, empiezan a incorporar una sinopsis más o menos extensa de la película y a incluir textos e imágenes persuasivas para despertar el interés de los espectadores, abandonando la línea neutra y aséptica que había caracterizado sus inicios.

Un primer indicio de esta tendencia puede encontrarse en las postales y tarjetas cinematográficas que algunos relevantes empresarios de salas editan entre 1911 y 1913 para regalar a sus clientes, un formato de transición que potencia el uso de imágenes de calidad y tratamiento fotográfico, con instantáneas a color de las estrellas de la época o fotogramas en blanco y negro del film.

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También en esos años y en fechas posteriores aparecen otros formatos promocionales, un tanto alejados del espíritu del programa pero indicativos igualmente del cambio que estaba por llegar, como son los cromos de cine que las marcas de chocolate insertaban en sus tabletas y que, a través de distintas series de estampas coleccionables, recogían y plasmaban en escenas el argumento de una película de actualidad.

En torno a 1920 y hasta la llegada del cine sonoro surgen diversos tipos de programas de mano, con variedad de presentaciones y contenidos, en un periodo caracterizado por la experimentación y la búsqueda del formato ideal.

Conviven prospectos que priman la explicación y el desglose del argumento de la obra con carteleras donde se resalta la presencia de las estrellas femeninas de la época y unidades de grandes dimensiones y abundantes páginas, muy buscadas hoy en día por los coleccionistas.

También las formas son muy variadas, desde programas simples y dobles hasta troquelados, desplegables, recortables, rompecabezas, referencias de gran formato y diseños originales en acordeón o con pestañas.

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Son años dominados por grandes superproducciones en los que se sientan las bases de la mitomanía por las estrellas del celuloide y se asientan los arquetipos del galán y la mujer fatal, así como se consolida el reconocimiento hacia las figuras del director realizador y del escritor y autor literario de la obra.

En el diseño de programas, el empleo de la fotografía deja paso progresivamente a la técnica de la ilustración lo que otorga a este formato una mayor libertad creativa y abre una gama de posibilidades desconocida hasta entonces, con bellos ejemplos como las referencias troqueladas firmadas por dibujantes y artistas que requerían un mayor desembolso económico para distribuidoras y productoras pero, a cambio, incrementaban la capacidad de encandilar al gran público y llenar las salas cinematográficas.

La llegada de los años treinta, con la consolidación del cine sonoro, trajo consigo cambios radicales en la industria y propició la apuesta por el género musical, un hecho que se reflejó en la composición de los programas de la época repletos de leyendas alusivas a estos aspectos e incluso impresos con las letras de las canciones de las cintas.

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Es momento también de diseñar estrategias publicitarias para consolidar entre los espectadores el nombre y la figura de las nuevas estrellas del celuloide. Del mismo modo aparecen, en el caso de las películas más famosas, varios diseños de prospectos sobre una misma obra, algo que se constata en filmes como El Rey Vagabundo o El Teniente Seductor.

Otra novedad significativa en el diseño de las carteleras fue primar la presencia de la pareja protagonista, que suele ocupar la portada de los programas y eclipsa a otros elementos del filme. Dúos como Fred Astaire y Ginger Rogers o Cary Grant y Katharine Hepburn se hicieron indisolubles a ojos del espectador gracias a esa estrategia de promoción auspiciada por los estudios.

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Igualmente, los comentarios halagadores reducen su importancia en la composición, dominada por el título, la ilustración y el nombre de los actores y la productora, y se derivan hacia el interior si la forma de la cartelera lo admite como en el caso de los dípticos.

También gana relevancia la firma de los autores y dibujantes, con figuras de primer nivel como los valencianos Josep Renau, el mejor cartelista español del siglo, y José Peris Aragó, el mítico pintor que trabajó para Cifesa. Nombres a los que tomará el relevo, desde finales de los años treinta, el catalán Joseph Soligó, admirado por los diseños coloristas que firmó para la Twenty Century Fox.

La posguerra trae consigo una pérdida de calidad en el mundo de los programas de mano que, en líneas generales, se estandarizan y adoptan esquemas similares, una tendencia que se mantendrá hasta finales de los años sesenta cuando el auge de la televisión y la tendencia a grabar con impuestos su distribución los abocarán a la desaparición.

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A nivel coleccionista, existe una gruesa línea entre las carteleras editadas antes y después de la guerra civil española. Las primeras, más ricas en forma y expresión gráfica y de tirada limitada y, por ende, más difíciles de encontrar, alcanzan precios y generan una demanda entre los aficionados que las segundas, distribuidas profusamente y con formatos más comunes y menos originales, están lejos de lograr.

De los años cuarenta en adelante, los prospectos de cine se generalizan y el aumento de la producción obliga a reducir los costes económicos y conlleva la adopción, casi siempre, de un formato simple, a la manera de una copia reducida de su hermano mayor el cartel.

Papel offset de escaso gramaje, con unas dimensiones aproximadas de 13,5 centímetros de largo por 8,5 de ancho, impreso a una sola cara y con el dorso en blanco para que las salas incluyeran los créditos oportunos.

Una de las pocas excepciones a esta norma serán los programas publicados por Cifesa, la productora española creada en 1933, que seguirá apostando por los dípticos, un formato más rico en contenidos y posibilidades gráficas y textuales.

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Solían diseñarse con una portada dominada por el título y la imagen más característica del filme mientras que el interior se ocupaba con las escenas más relevantes de la obra acompañadas de textos publicitarios que ensalzaban sus virtudes.

Las nuevas técnicas compositivas que se imponen mayoritariamente en la industria compaginan la utilización de fotografía e ilustración y, en un ejercicio de síntesis, integran de manera armoniosa el número de elementos a emplear para lograr el efecto más persuasivo y seductor. Los ejemplos más notables dentro de esta línea serán los producidos por Universal con títulos como Las Mil y Una Noche o El Fantasma de la Ópera.

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Ahora, la pareja protagonista comparte espacio con los actores secundarios y con otros iconos representativos de la película, y es frecuente encontrar prospectos dominados por una colección de rostros.

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Por lo que respecta al dorso de las carteleras, origen en sí mismo del programa de mano, mantiene su estructura tradicional, con el nombre de la sala, los horarios, el precio de la sesión, la fecha de estreno, comentarios sobre la película, mensajes publicitarios de marcas de la época, la programación de la semana o textos ensalzadores, según se trate de cines de provincia o capital, aunque también se apuesta por incluir en este espacio alguna imagen en un intento de ennoblecer un espacio un tanto frío y desangelado.

Al margen de los prospectos impresos por distribuidoras y productoras, también aparecen en el mercado, sobre todo a partir de la década de los treinta, algunas unidades de gran calidad editadas por los propios cines con objeto de diferenciarse de la competencia.

Este tipo de programas, llamados locales, escapan de la tendencia hacia la uniformidad del sector apostando por nuevas líneas conceptuales.

Dentro de este campo, podemos resaltar el programa producido por la sala barcelonesa Coliseum con motivo del estreno de la película de Harold Lloyd, El Hombre Mosca. Se trataba de una unidad con forma y tacto de pañuelo y la fotografía del cómico en el centro que debía servir para que el espectador disimulara las carcajadas que le provocaría la visualización del filme.

Otro ejemplo notable fue el producido por el Cine Maryland aprovechando la proyección de la cinta Las Cuatro Hermanitas. Para ello, creó un prospecto en forma de puzzle que debía trocearse para montarse en el orden correcto. Los espectadores que dieran con la solución adecuada podían participar en un concurso organizado por la sala.

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De entre los miles de programas publicados en nuestro país a lo largo de la existencia de este formato publicitario, quizás los más llamativos para los cinéfilos sean los troquelados debido, principalmente, a sus formas caprichosas e inusuales.

Este tipo de carteleras, que requerían una inversión notable respecto a las convencionales, surgieron, en líneas generales, en torno a 1922 y vivieron su momento álgido durante la década siguiente aunque seguirán editándose de forma puntual en años posteriores sin alcanzar los niveles de excelencia de las primigenias.

De tiradas reducidas-a veces su reparto se limitaba al día del estreno-, fueron una apuesta de las grandes compañías norteamericanas para atraer público a sus producciones y se inspiraban en una fórmula ya explotada con anterioridad por el cromo y la estampa.

La impresión mediante troquel de una figura u objeto sobre papel o cartón generaba un atractivo hipnótico para el espectador y potenciaba la capacidad de persuasión del programa en cuestión y, como consecuencia, la rentabilidad de la cinta.

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Uno de los primeros ejemplos sobresalientes de esta gama de prospectos se realizó con motivo de la película La Ley de la Hospitalidad de Buster Keaton. Consistía en un tonel provisto de un mecanismo que habilitaba al propietario para extraer u ocultar la cabeza del cómico por la parte superior del mismo.

Un nivel de magnificencia técnica y gráfica que se repetiría en obras posteriores como los programas de los filmes Vida Bohemia-una paleta de pintor que permitía jugar con los bustos de los protagonistas-, y Ben-Hur, con una cuádriga conducida por Ramón Novarro que admitía el movimiento oscilante del conductor.

También el cine español se apuntó a esta tendencia preciosista con la singular cartelera del film Mientras la Aldea Duerme, el único programa troquelado conocido que sustituyó la técnica del papel impreso por la del soporte fotográfico a costa de un fuerte desembolso económico para los distribuidores de la cinta.

Al mismo tiempo, se pusieron también en circulación otro tipo de prospectos que perseguían lograr un atractivo equivalente a los troquelados aunque por otras vías. Se trataba de los llamados programas-objeto que introducían elementos reales en la composición del formato y requerían de una producción compleja.

Ejemplos de esta línea son la simpática cartelera de la película El Portero con una pequeña escoba de madera prendida al cartón anunciador, que viene ilustrado con un dibujo en negro del protagonista y la frase ‘Ahuyente Vd. a escobazos la melancolía y el mal humor viendo a Cantinflas’.

Sin llegar a tanto, hubo igualmente prospectos como el del film Sucedió Mañana, de la distribuidora española Cepicsa, que captaron la atención del espectador incluyendo un pequeño accesorio extraíble y desplegable a la manera de un periódico auténtico, con sus titulares y noticias destacadas.

Pasión coleccionista

Tal y como señala Francisco Baena en su excelente libro ‘Los programas de mano en España‘, en el coleccionismo de prospectos siempre existe, en primer término, un afán por recuperar los iconos de la infancia y rememorar aquellas vivencias que nos hicieron disfrutar cuando éramos niños.

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Generalmente, el coleccionista inicia su pasión compilatoria llevado por el deseo de reunir todo lo referente a un director, una actriz, un género u otro aspecto cinematográfico sobre los que siente fijación aunque, con el paso del tiempo, termina primando, como en otros ámbitos, la rareza, la antigüedad y el valor de las piezas.

Al ser un campo tan extenso, existen muchas áreas sobre las que desarrollar esta actividad.

Destaca principalmente la que se centra en las grandes estrellas de la pantalla-el ámbito de mayor devoción y culto por su identificación con el mito-con preferencia por actores y actrices como Gary Cooper, Clark Gable, Greta Garbo y Marlene Dietrich, cuyos primeros trabajos son difíciles de encontrar y alcanzan precios muy elevados en el mercado.

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Dentro del panorama nacional, también están muy solicitados los programas de Imperio Argentina, Conchita Piquer, Estrellita Castro, Sara Montiel, Miguel Ligero y Valerio León.

Por lo que respecta a los géneros, los preferidos son el terror y la ciencia ficción, la comedia, el western y el musical.

En el primer segmento sobresalen las carteleras de Drácula, Frankestein, la Momia, King Kong, las primitivas obras producidas por los estudios Universal, y las referidas al movimiento expresionista alemán.

En el ámbito de los cómicos, las inclinaciones de los coleccionistas se centran en artistas del calibre de Charles Chaplin, Buster Keaton y Harold Lloyd y, con la llegada del cine parlante, de Stan Laurel y Oliver Hardy, los Hermanos Marx, Abbott y Costello y Cantinflas.

En el cine del oeste, están muy buscados, por su escasez, los programas de William S. Hart y Tom Mix, y los de las grandes superproducciones del género, mientras que en lo referente al musical, los cinéfilos persiguen, sobre todo, los alusivos a las películas estadounidenses, con mitos como Al Jolson, Carole Lombard, Joan Crawford y el dúo formado por Fred Astaire y Gingers Rogers.

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Por último, algunos aficionados se especializan en los prospectos editados por determinadas productoras y distribuidoras-especialmente los impresos por United Artists, Metro Goldwyn Mayer, Warner Bros, Paramount, Twenty Century Fox, Arajol y Cifesa-, y en los firmados por cartelistas de primer nivel como los citados Josep Renau y Josep Soligó, con referencias sobresalientes como El Agua en el Suelo, Tchapaief, Entre el Amor y el Pecado-un filme que no se llegó a estrenar-o El Genio se Divierte.

Un amplio conjunto de posibilidades para introducirse en un campo de coleccionismo-al alcance, salvo contadas excepciones, de todos los bolsillos- que gana adeptos con el paso de los años y estimula la imaginación de los amantes del Séptimo Arte.

Pequeñas píldoras cinéfilas de diseño atractivo y seductoras formas que nos acercan a los mitos y las leyendas de la pantalla.

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