No hay pruebas fiables sobre el origen exacto del encaje, pero, en términos generales, podemos señalar que su uso se remonta a la antigüedad, ya que existen vestigios de civilizaciones orientales que empleaban adornos equivalentes en trajes y vestimentas.
En sentido estricto, el encaje, entendido como un tejido transparente ornamentado con bordados, surgió en Europa en torno al siglo XVI, probablemente en Flandes o Venecia, aunque diversas naciones reivindican su autoría, entre ellas España donde se conservan pasamanos y trabajos anteriores a esa centuria.
De todas las modalidades existentes (punto, ganchillo, aguja…), el de bolillos, que consiste en entretejer hilos enrollados-lino, seda, lana, oro, algodón- en bobinas para un manejo más sencillo, fue el que mejor conectó con los gustos de la sociedad de la época.
La actividad se extendió por el mundo occidental impulsada por la moda, y en poco más de cien años mutó en costumbre y práctica habitual entre las mujeres, además de generar una potente industria artesanal de encajeras, alivio para muchas economías familiares.
La industrialización y mecanización del trabajo hirió de muerte a la manufactura tradicional, pero la afición a los bolillos continuó viva en el interior de los hogares y en los corrillos de féminas, un lugar de encuentro donde tejer, charlar y contarse los entresijos de la jornada.
De hecho, todavía en los cincuenta, su aprendizaje, basado en torsiones, trenzados y enlaces, era materia escolar en los centros españoles, y los secretos y motivos propios de cada familia se transmitían de madres a hijas.
Hoy en día, este entretenimiento, con fama de relajante, gana adeptos, incluso entre los hombres, gracias a la aparición de nuevos diseños y materiales, al creciente gusto por lo manual, y a los encuentros periódicos que organizan seguidores y practicantes.
Para trabajar esta variedad de encaje, con la que se pueden hacer cuellos, puños, mantillas, pañuelos y otros accesorios, es necesario un grupo de bolillos, hilo, patrón o cartón y picado, alfileres, y un soporte para apoyar la labor.
Este último complemento, denominado almohadilla / mundillo / bolillero / almohada, es el elemento del utillaje más atractivo para neófitos y aficionados, junto a los palillos y alfileres de ornamentación, y presenta acusadas variaciones de tamaño y apariencia según la época, el país o el área geográfica.
A grandes rasgos, los hay horizontales y verticales, en función de la manera de acometer la labor.
Los primeros suelen ser bastante sencillos y adoptan la manera de un cojín redondo, alargado u oval que, a veces, puede tener un soporte / escalerilla graduable de madera o metal.
Entre los segundos destaca el clásico cilíndrico, el más popular en nuestro país, que tiene un generoso tamaño y se sostiene entre las piernas, y el de sobremesa de rodillo giratorio.
Este diseño, idóneo para realizar encajes estrechos, es el que despierta un mayor interés para los coleccionistas de arte popular y aparatos antiguos, sobre todo los más vetustos fabricados en el siglo XIX y las primeras décadas del XX.
Consiste en una estructura de madera que, en la parte superior, muestra uno o dos tambores para insertar la cartulina picada anaranjada, lo que hace más cómodo el trabajo al no tener que subir la labor.
Suele incluir un cajón frontal para guardar bolillos e hilos y, a veces, también lleva huecos en los laterales, viene con asa para transportarlo, y, en función de su forma, presenta un soporte trasero desplegable para garantizar un buen apoyo.
La almohadilla y el rodillo están forrados con tela de tapicería con remates de pasamanería, generalmente floreada o lisa aunque pueden encontrarse también con rayas, cuadros, dibujos geométricos y otros adornos.
La tradición dicta que el cojín se rellena de paja y crin- fibras de esparto, algas o musgos- pero en la actualidad suele usarse poliespán y materiales equivalentes.
Lo más frecuente es que este modelo de bolillero, acabado en pino, haya, nogal o maderas barnizadas, tenga forma de mueble, planta cuadrada y superficie lisa, pero hay unidades más barrocas con las caras cinceladas con dibujos, relieves, y motivos calados, y tratadas con colores y taraceas.
Igualmente, pueden encontrarse piezas semicirculares, redondas, a la manera de un libro y una bolsa de viaje, con atril y remates en latón o bronce, y también con marcos estrechos de columnas acanaladas.
El mundillo de rodillo, limitado a la hora de acometer determinadas labores, gozaba del favor de las encajeras de las áreas urbanas aunque apenas se utilizaba en las zonas rurales donde preferían los de corte más clásico.
En la época, se consideraba un producto más bien de señoritas o aspirantes a serlo que vestía sobrio o rico en función de la posición social y financiera.
Su uso ha crecido con el paso del tiempo y en la actualidad hay muchas tiendas que se dedican a comercializarlos sin apenas cambios en el diseño, curiosamente a precios más elevados que los antiguos que aparecen de vez en cuando en el mercado de segunda mano en buen estado de conservación.
En las fotos que ilustran la entrada se observa una pareja de mundillos de los años cuarenta o cincuenta, con forma de mueble y libro y algunas de las características que hemos descrito en el texto.
Miden entre 22 y 27 centímetros de largo por 26-28 de ancho y 10-19 de altura, y ambos muestran telas floreadas y estructuras lisas.
Dos bellos ejemplos en los que el bolillo luce de gala.