En las dos últimas décadas del siglo XIX, la presión demográfica en la Europa mediterránea, unida a la demanda de mano de obra por parte de países hispanos poco poblados, con alta capacidad exportadora y óptimas expectativas de crecimiento económico, impulsa a miles de españoles a emigrar al continente americano para labrarse un futuro mejor.
Desde los puertos de Almería, Barcelona, Valencia, Santander, Gijón o La Coruña ciudadanos de todos los estratos sociales se embarcan en los cientos de barcos que se alejan de una España deprimida, con bajo desarrollo industrial y pobres perspectivas laborales, para dirigirse a Argentina, Cuba, Brasil y otras naciones iberoamericanas.
Una de esas familias, la de los Hermanos Victorero, oriundos de la localidad marinera de Lastres, ubicada en el concejo de Colunga en la zona oriental de Asturias, se asienta, en torno a 1890, en el incipiente núcleo de Torreón (Coahuila, México), un antiguo rancho que siete años antes había cedido unos terrenos para crear una vía férrea y una estación en un entorno agrícola.
El área, de gran potencial, situada al norte del país e integrada en la llamada comarca lagunera, estaba a punto de experimentar un desarrollo fulgurante -en 1907 alcanza el estatus de ciudad-gracias a la llegada del nuevo medio de comunicación y al progresivo asentamiento de pobladores, entre ellos numerosos empresarios y emprendedores extranjeros, deseosos de aprovechar las buenas conexiones nacionales e internacionales y las oportunidades que brindaba la zona.
Una reducida colonia, apenas diez calles y cuatro avenidas, que se va nutriendo de pequeños comerciantes, transportistas, agricultores, empleados del tren y trabajadores de la primera industria de hilados y tejidos de algodón que abre en la zona, ‘La Fe’, para pasar de cuatro mil habitantes a mediados de la década a catorce mil, en su centro poblado, en los inicios del siglo XX.
En esa vorágine de establecimientos, bancos, fábricas de aceite y jabones, y manufacturas textiles, cuatro hermanos de una familia de doce hijos- Antonio, Agustín, Francisco y Ángel Victorero Lucio, conocidos también como los ‘Teresinos’ por el nombre de la madre-ponen en marcha un comercio de Tabaquería y Papelería, depósito de las factorías de papel de San Rafael, para cubrir la demanda de artículos de oficina.
El local, situado en el apartado número 57, en la esquina de las avenidas Zaragoza e Hidalgo, recibía el nombre de ‘El Modelo’ y también servía útiles de escritorio, armas, cartuchos, material escolar y productos para ingenieros, además de actuar en calidad de Agencia de la Lotería Nacional.
Regentado por la familia, se anunciaba como ‘la casa más surtida de artículos del ramo. Ventas al por mayor y menor’ y pronto se labró un sólido prestigio dentro del municipio y en los recuerdos de muchos de sus habitantes.
El negocio, decorado con estantes de madera y un largo mostrador, ofrecía beneficios para vivir con dignidad y los hermanos mantienen contactos fluidos con su localidad natal. En 1902 incorporan a la plantilla del local a Isaac Villanueva, natural de Oviedo, al que inician en la actividad empresarial y que, tiempo después, se convertirá en administrador y propietario del establecimiento, y tres años más tarde sufragan la instalación de una cruz en el Pico Pienzu de la sierra litoral del Sueve.
Durante cerca de una década prosperan en un marco estable y diversifican sus inversiones adquiriendo tierras y plantaciones, aunque su exitoso camino se ve amenazado con el cambio político en Méjico auspiciado por la revolución de 1910 liderada por Pancho Villa contra el gobierno del presidente Victoriano Huerta.
El comandante de la División del Norte derrota a las fuerzas federalistas que defendían la ciudad en la decisiva batalla de Torreón (1914) y amenaza con matar a todos los residentes españoles por entender que explotaban a los peones.
Sólo tras la mediación del cónsul estadounidense, pueden abandonar con premura el país, obtener un salvoconducto y embarcar, vía Texas, rumbo a España donde seis de los hermanos de la saga, tres mujeres (Genoveva, Elvira y Concha) y todos los hombres menos el casado Francisco, llegan, al parecer, escondidos en unos barriles que transportaba un mercante.
Una odisea que agradecen financiando la construcción de una segunda cruz en la cercana cumbre, símbolo que, años después, sustituyen con una de hierro calado de dieciséis metros de altura conservada en nuestros días.
Ya en su tierra, toman, guiados por su olfato para los negocios, una decisión fundamental que salva e incrementa su patrimonio y les permite disfrutar de una existencia sin sobresaltos en Lastres, donde se instalan en una reformada casa señorial en la parte alta de la localidad.
Ese mismo año, convencidos de que sería una temporada lluviosa idónea para la floración, siembran y compran grandes cantidades de algodón. La cosecha es extraordinaria lo que, unido a la fuerte demanda de la fibra debido al estallido de la Primera Guerra Mundial, les otorga pingües beneficios al venderla al Reino Unido.
Sin presiones de ningún tipo, los indianos, austeros, religiosos y retirados de sus negocios, se convierten en oligarcas y líderes locales con estrechas conexiones políticas y eclesiásticas. Sufragan actividades benéficas, financian obras en el municipio e invierten en repoblaciones forestales y obras eléctricas.
Poco antes de la década de los veinte, se lanzan a la aventura de montar una moderna empresa en nuestro país, Agustín Victorero y Hnos., con el fin de fabricar una avanzada y original máquina de sobremesa y escritorio para liar cigarrillos.
El reto, una especie de entretenimiento que daba trabajo a cerca de veinte familias del pueblo, surge de la mente de Antonio, fotógrafo y cinéfilo, recordado por su ingenio y capacidad inventora pese a carecer de estudios especializados.
Llamado ‘El Chispa’, idea y diseña un dispositivo, en honor a su madre, que comercializa, bajo la marca Victoria, con ayuda de Agustín, el patriarca de familia, de carácter más serio y centrado en las finanzas y las relaciones públicas, y, en menor medida, de su hermano Ángel, llano, sencillo, amante de la naturaleza, aficionado a la meteorología -mantenía un observatorio que servía datos al Ejército del Aire- y de quién se decía que era el que hizo la fortuna en Méjico.
El artilugio, que las malas lenguas atribuían a un plagio, fue registrado por primera vez en España en 1915 y protegido por cinco patentes sucesivas con actualizaciones que se presentaron entre el año siguiente y mediados de los treinta.
El primer modelo consistía en una estructura de metal niquelado dotada de una tolva elevada para la picadura de tabaco con el reverso esmaltado en rojo y una chapa circular del mismo color simulando un sol naciente que era cruzada por una banda con el fondo negro y el nombre comercial resaltado en dorado, al igual que los contornos.
El distribuidor llevaba una rueda lateral y un cilindro interior de madera acanalada y el artilugio disponía de un platillo balanza que depositaba la cantidad exacta para un pitillo, un depósito de agua para humedecer, un porta papel, una cinta de cuero engomado, y una corredera con un mecanismo que envolvía y sellaba los pitillos.
También estaba dotado de dos tuercas en la parte posterior, la pesa de la balanza y la opresora, que habilitaban al usuario a graduar el grosor y la presión de la picadura de los cigarrillos dando como resultado pitillos de combustión progresiva y homogénea, independientemente del tipo de papel empleado.
Con el fin de salvaguardar la actividad exportadora de la compañía, el dispositivo se patenta también en Inglaterra y Estados Unidos (1922), países a los que seguirán Francia, Portugal, Alemania, Italia y otras naciones europeas, sobre todo a raíz del premio obtenido en la Exposición Internacional de Roma, celebrada ese ejercicio, y los galardones concedidos en los certámenes de Génova y Barcelona del año siguiente.
La máquina, manufacturada por jóvenes aprendices con edades comprendidas entre los 18 y los 25 años bajo la dirección de un experimentado maestro de taller llegado de la Fábrica de Armas de Oviedo, se publicitaba -son numerosos los anuncios en prensa a lo largo de la década como puede comprobarse en las hemerotecas de los diarios centenarios- como práctica, bonita e higiénica.
De sólida y esbelta construcción, manejo sencillo, rápido y eficiente, garantía de por vida contra defectos naturales y un funcionamiento que permitía enrollar el tabaco de forma equivalente al procedimiento manual y evitaba tener que tocarlo y manipularlo, la pieza rápidamente empezó a ganar mercado en un país donde no se prodigaban los inventos y las creaciones autóctonas.
En torno a 1927, tras la sorpresa inicial por los elogios y la buena acogida experimentada en las regiones norteñas como Galicia, Asturias, Cantabria y el País Vasco, la empresa intensifica la producción -reducida y sometida al capricho de los propietarios que hacían que los obreros compaginaran tareas en la fábrica con labores en otros negocios-e inicia contactos para crear una red comercial nacional.
Son momentos fértiles y parece que los hermanos desean tomarse más en serio su papel de empresarios y ampliar el catálogo de productos de la sociedad familiar.
La Oficina Española de Patentes y Marcas tiene constancia de que se presentan varias solicitudes (patentes de invención e introducción, algunas por una vigencia de veinte años) a nombre de Agustín Victorero y Hnos. para diversos ingenios como una prensa para planchar pantalones, un oscilador eléctrico, químico y fotográfico, un sistema de deslizamiento de las hojas de acero de los muelles de ballesta utilizados en toda clase de vehículos, un mueble clasificador de escritorio y un procedimiento de fabricación de adoquines blindados para la pavimentación de caminos.
Según los datos, ninguno se llegó a poner en práctica, aunque sobre el sistema de deslizamiento y el mueble no existe información definitiva, pero el hecho refleja la inquietud inventora de la saga.
El segundo diseño de la Victoria, que desvela algunos cambios y mejoras, aparece en los años treinta, ya adaptado para pitillos emboquillados (Modelo E) gracias a la aportación de una chapa divisoria que separa el tabaco de la boquilla en la misma cinta transportadora.
Se incorpora una palanca, que según modelos aparece con ruedas dentadas y remate esférico, se optimiza la calibración del peso de tabaco a usar con la introducción de un botón graduador con hasta seis opciones de grosor protegido con una tapa y comienza a comercializarse con una sólida base de madera.
Además, los Victorero sustituyen el distribuidor de madera -menos redondeado, con unos acanalados más anchos y profundos y reforzado con una barra metálica con tres estrechas varillas para distribuir mejor la picadura-y estilizan y hacen más atractiva la apariencia de la unidad, que aparece con la tolva y la estructura esmaltadas en color verde camuflaje con motas negras y soporte de baquelita granate con apoyos de corcho.
La máquina, que permitía también calibrar la superficie humedecida en la línea engomada en función de la anchura del papel y gracias a un tornillo regulador en el ‘mojador’ con dos posiciones, venía dotada de un cajón de lata en el frontal, donde se dejaban caer los pitillos terminados o se podían poner las hojas de reserva, y, según modelos, incluía un pequeño rodillo sujeto a una varilla metálica.
La unidad, hoy en día convertida en un objeto muy coleccionable, presentaba un fácil mantenimiento, apenas aplicar un poco de aceite, limpiar ligeramente los restos y conservarla con la cinta corredera hacia atrás para no forzarla.
Se vendía a un precio de 125 pesetas, con descuentos para mayoristas de hasta el 35% en pedidos de más de veinte unidades y la posibilidad de adquirir los recambios sueltos, incluyendo cintas, arandelas, cernedores para quitar el polvillo, horquillas, pasadores, rodillos, tuercas y tornillos.
Medía 36 centímetros de largo, con un ancho de 15 cm. y una altura de 22 cm., y las versiones más pesadas superaban los dos kilogramos.
Con eslóganes como ‘en caprichosas espirales de humo, los cigarrillos elaborados con la máquina Victoria pregonan su fama’ o ‘el fumador se deleita con los cigarrillos de la dueña del hogar cuando están hechos con la Victoria’ y el boca a boca funcionando a pleno rendimiento, las ventas aumentan y la compañía crece aunque, según los recuerdos de los vecinos, nunca llega a generar grandes beneficios ni se le extrae la máxima productividad por el carácter un tanto voluble de los dueños.
Los miembros de la familia, que realiza una versión dedicada al Rey Alfonso XIII con vitrina a juego y placa identificativa en esmalte y oro y comercializa también accesorios como ceniceros y cajas de papel de fumar Riz Victoria (17 pesetas), viven tiempos felices, enriquecidos y relativamente jóvenes, centrados en la fábrica y en sus aficiones que incluían pequeños caprichos como un chalet en Santander y algunas cacerías y lujos.
El estallido de la Guerra Civil española vuelve a alterar los planes del clan, cerrado únicamente a los seis hermanos, ya que sólo Agustín hizo visos de comprometerse en matrimonio, y sin descendencia ni herederos, y lo coloca en una posición difícil al encontrarse en una zona republicana y socialista.
Un apagón eléctrico, fruto de un accidente fortuito o provocado por gente del pueblo, les permite huir durante la noche a la zona liberada, en una lancha desde la que se desplazan a Luarca y posteriormente a Pontevedra.
Al finalizar la contienda, regresan al municipio y, en un papel más cercano a los señoritos y los caciques, financian la restauración de la iglesia y la adquisición de las campanas y el órgano, además de desarrollar diversas actividades benéficas y pagar vocaciones y carreras sacerdotales.
En poco tiempo retornan también la actividad a la factoría que sigue comercializando con gran aceptación la máquina Victoria.
En esa época de pobreza y carestía, el aparato gana adeptos ya que era frecuente que personas con pocos recursos recogieran las colillas de puros, cigarros y pitillos en los tranvías, en los festejos taurinos, deportivos y culturales o en la misma calle para desmenuzarlas y hacer con la picadura nuevos cigarrillos que poner a la venta.
Son años donde los Victorero deben hacer frente a un importante competidor de su misma tierra.
La máquina Conchita, fabricada en Oviedo y más moderna y evolucionada aunque de mecanismo similar, aparece en 1941 con una tolva con capacidad para liar veinte pitillos, un dispensador de papel automático con brazo metálico, y un humectador, y su entrada en el mercado resta muchos clientes a la Victoria.
Simultáneamente, los indianos, a los que no se les puede negar vocación científica y didáctica, crean, para su disfrute personal y liderados por Antonio, un bello Nacimiento de madera y escayola policromada con la silueta de un pueblo árabe que se convierte, con el transcurrir del tiempo, en su mejor legado al pueblo de Lastres.
La obra, inicialmente expuesta en su domicilio, es cedida, en 1945, a los niños de la catequesis de la iglesia parroquial de Santa María de Sábada.
Se trataba de un Belén con escenario y figuras formado a partir de doce bloques ensamblados de un metro cuadrado y dotado de un mecanismo musical y una maquinaria -con motor de organillo, reloj, una serie de reductores y un transformador que trabajaba con soluciones electrolíticas-capaz de reproducir fenómenos atmosféricos como el amanecer, el crepúsculo y el arco iris.
Los Victorero, en su papel de mecenas, también sostienen económicamente a algunas familias pobres de la localidad, fundan la Casa del Pescador, a la que dotan de mobiliario y una nutrida biblioteca, contribuyen con su influencia a la construcción del nuevo puerto pesquero e incluso, en otro alarde de ingenio, diseñan un curioso juego de mesa, ‘Regata de Balandros’, para el entretenimiento de los marineros, con fichas a la manera de barcos y una mesa con cristal como tablero.
La presencia preponderante de la familia en la vida del municipio y su relevancia económica, política -uno de los hermanos llega a ser diputado-, social e industrial comienza a a decaer a finales de los cincuenta, cuando la edad de los fundadores, la falta de sangre joven y las nuevas costumbres sociales condenan a su empresa a los números rojos y al consiguiente cierre y despido de los trabajadores.
Tras morir Agustín y fallecer Antonio en 1964, la propiedad pasa a manos del resto de los familiares. Con un Ángel ya senil, es la hermana Elvira la que coge los restos del legado de los Victorero, que por testamento el heredero final debía destinar a crear una fundación y mantener abierto un colegio infantil en el pueblo.
Finalmente, todos fenecen y la última representante, Concha, ya centenaria y sin fuerzas, rompe el pacto y cede la totalidad del patrimonio a las monjas dominicas, borrando los rastros de la familia y cerrando las puertas para que su memoria permaneciera indeleble en la historia del municipio.
Hoy los ejemplares de máquinas Victoria que se encuentran en rastros y anticuarios y el genial Nacimiento, que mantiene vivo el espíritu de algunos vecinos, amén de los recuerdos de los que los conocieron o trataron, son las únicas anclas de los hermanos al mundo de los vivos.
Esta entrada, ilustrada con fotografías de los dispositivos, instantáneas familiares, patentes y elementos publicitarios, recoge información de diversas fuentes.
Entre ellas, el documental ‘Los Victorero, memoria de una familia’ dirigido por Gonzalo Tapia, la web Memoria Digital de Asturias, foros y páginas sobre la emigración y los indianos (El búscolu / Comunidad de Noticias del Oriente de Asturias y Asturian-American Migration Forum), enlaces municipales, anuncios y noticias de prensa, estudios sobre los orígenes de Torreón (www.torreon.historia.galeon.com), recuerdos de ciudadanos mejicanos (http://emilio-herrera-munoz.info), facturas de la compañía asturiana, y registros de propiedad nacional e internacional (Google Patents / OEPM).
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Un recorrido por la vida de una familia y de una creación industrial sobresaliente: la máquina de liar cigarrillos Victoria, un artilugio más propio de una compañía alemana que de una micro empresa española asentada en una pequeña villa marinera y fundada casi por pasatiempo.
Hola Manuel. Te agradezco mucho la aclaración y la razonada matización a este punto del artículo. Siempre es deseable la aportación de internautas con tu experiencia y conocimientos. Un saludo fuerte y esperamos contar en el futuro con tu colaboración
Hola, coleccionista ecléctico, lo primero es felicitarte por tu página web y en especial por este artículo, dicho esto te comentaré que casi puedo asegurarte que he sido de los primeros, sino el primero, en empezar a coleccionar máquinas de liar cigarrillos, al poco siguió mi antiguo socio Jose Luis Mendieta Ruiz y Alberto Doria, practicamente a la par, todos nos movíamos por el rastro de Madrid siendo unos chavales a principios de los 70 del siglo pasado.
Si bien el artículo tiene poco que objetar y si mucho que aplaudir he echado en falta -quisquilloso que es uno- que comentaras que se servía en una caja de madera con una cuerda como asa y con pirograbados de la máquina en la madera.
De todas formas no es por esto por lo que me he decidido a escribirte porque rara vez lo hago, mi motivo ha sido por tu opinión de que la máquina » Conchita» , que como dices era » mas moderna y evolucionada pero de mecanismo similar » aquí siento disentir, si bien en lo relativo al enrollado si era similar, como muchas de la época, la máquina » Conchita » duplica o triplica el número de piezas y tornillería y todo ello para alcanzar lo que hoy día llaman la excelencia, la «Minerva», otra de las grandes, lo intento pero solo la» Conchita» lo logró. La complejidad de esta viene dada de que una vez hechas las maniobras similares en la » Victoria» de llenar la tolva, ajustar el grueso y llenar el depósito en la «Vitoria» debías echar a mano, vía palanca o rueda, el tabaco, previo, debías hacer la hondonada de la cinta con los dedos y luego colocar el papel para que los dos ganchitos lo sujetaran en su lugar. La complejidad de la » Conchita» consiguió que con solo la operación de empujar y tirar resolviera, apoyado en la mecánica y en la física, todos estos procesos manuales puesto que con solo estos dos movimientos la máquina removía el tabaco, filtraba el polvo de este, abría la trampilla de la tolva y colocaba neumaticamente el papel en su sitio de una manera casi mágica puesto que este volaba durante un corto espacio, el reto del proceso es similar pero conseguir semejante automatismo fue digno de una gran cabeza pensante, que no dudo de que pudo inspirarse en la «Victoria» pero que lo mejoro ingeniosamente hasta la excelencia. Espero no haberte desagradado con esta perorata y felicidades por todas tus aportaciones a la cultura de este mundo. Saludos afectuosos. Manuel Félix Campos Santaella.