Las partituras musicales antiguas son un atractivo campo de coleccionismo no sólo para estudiosos, aficionados y profesionales sino también para personas interesadas en la historia, el grabado o la litografía.
Existe escasa documentación sobre datación de partituras, una materia en la que se han registrado muchos avances ligados a la catalogación y descripción bibliográfica de obra impresa por parte de especialistas y que quizás sea objeto de un post futuro, y tampoco abundan los trabajos en profundidad sobre la historia de la edición e impresión de piezas musicales en nuestro país.
En el artículo de este mes, dividido en dos partes para facilitar su lectura y concebido a partir de datos recogidos en el libro La edición musical española hasta 1936, queremos ofrecer un recorrido que empieza con los primeros incunables y se extiende hasta los tiempos actuales, donde unas pocas compañías continúan reproduciendo pentagramas y signos sobre hojas blancas.
Es la crónica del esfuerzo y la ilusión de muchos emprendedores empeñados en diseñar tecnologías para plasmar en el papel impreso la complejidad de la música, en poner en marcha una industria editorial especializada capaz de servir de vehículo de difusión a los autores, y en contribuir a la creación de una sólida cultura musical entre el público.
Los orígenes: siglos XV-XVIII
Los albores de la edición musical en España se remontan al año 1485 cuando Pablo Hurus, un tipógrafo alemán establecido en Zaragoza, publica el primer libro de música impreso en nuestro país, el Missale Caesaraugustanum, que salió de sus talleres apenas unas décadas después de que Gutenberg inventara la imprenta moderna.
La industria de estos años se caracteriza, dentro de unas estructuras modestas tanto en tirada como en calidad, por la elevada producción de libros musicales y por una serie de parámetros comunes al resto de países europeos.
Entre ellos, la utilización de técnicas de tipografía y grabado xilográfico, el predominio de ejemplares litúrgicos en notación cuadrada, la confusión entre las funciones de impresión y edición, y la falta de artesanos especializados.
La mayoría de los incunables son obra de pequeños talleres regidos por extranjeros que cambian frecuentemente de ubicación en busca de nuevos mercados y sólo desempeñan esos trabajos de manera puntual.
Zaragoza, Salamanca, Toledo, Valencia o Sevilla, donde en 1492 se imprimió el primer tratado musical español, Lux bella, acogieron gran parte de esta actividad editora que debía superar el reto de representar la notación musical con medios rudimentarios.
Los empresarios del sector emplean diversas herramientas para lograr vencer esa dificultad técnica. Desde dejar espacios en blanco, que luego se rellenaban a mano, hasta usar el grabado en madera, imprimir en varias fases (pentagrama, texto, notas) o decantarse por técnicas mixtas manuscritas y tipográficas.
Sin embargo, el avance decisivo, que permitirá reducir costes, agilizar los tiempos y producir de forma masiva, llegará con la implantación del sistema de tipos móviles metálicos a pentagramas y signos, un proceso recurrente en la música impresa antes del XVIII que se seguirá usando un siglo más tarde en el caso de la eclesiástica.
El invento se debe al francés Pierre Attaingnant que, hacia 1527, comenzó a emplear unos tipos móviles especiales que incluían, además de la nota musical, el fragmento correspondiente del pentagrama, lo que permitía imprimir en una sola tirada.
Sus bondades hicieron que se extendiera rápidamente por toda Europa aunque el método del editor galo mostraba una grave carencia: la incapacidad de representar acordes y aplicarlo a la música de los instrumentos polifónicos más comunes.
Una limitación que se intentará salvar en años posteriores con el desarrollo de diversas cifras y tablaturas instrumentales, a la manera de plantillas de instrucciones aplicables al instrumento en cuestión, que ofrecían la ventaja de simplificar la técnica de impresión y hacer más asequible la iniciación a la práctica instrumental de los aficionados.
La tirada y demanda de música impresa se incrementó notablemente en Europa a lo largo del siglo XVI, sobre todo en Francia, Italia, Países Bajos y, en menor medida, Alemania, pero no ocurrió algo similar en España donde, a pesar de los progresos del arte tipográfico, la consolidación de una industria de edición e impresión de música tardaría casi otros trescientos años en generarse.
Los reinados de Carlos I y Felipe II son ricos en libros de canto litúrgico pero, al margen de las publicaciones eclesiásticas, la producción instrumental y vocal fue muy limitada y centrada en los faros culturales tradicionales de Salamanca, Sevilla, Valladolid y Barcelona y también en puntos emergentes como Madrid.
El bagaje se restringe a unas decenas de impresos musicales de autores españoles-que en cambio publican con profusión en el extranjero debido a la mayor calidad y profesionalidad de los talleres italianos y a sus precios sin competencia-, a unos ejemplares de polifonía profana-entre ellos Villancicos y canciones a tres y a quatro-, y a una serie de libros de vihuela y órgano, dirigidos a aficionados, que ven la luz en varias ciudades del país.
Es notable la ausencia de antologías vocales, muy habituales fuera de nuestras fronteras, y tan sólo se conoce un ejemplo que contenga repertorio español, el Cancionero de Upsala, publicado en Venecia en 1556.
La siguiente centuria comienza con una Europa asolada por la crisis política y económica lo que se traduce en una disminución del número de ediciones y una pérdida de calidad en la industria, aspectos que se ven compensados por la consolidación de un nuevo sistema de producción de música impresa: el grabado calcográfico con buril sobre plancha metálica.
La técnica, que apareció en Florencia y Amberes en torno a 1580, se implantó en las primeras décadas del siglo XVII en Inglaterra, Alemania e Italia, aunque en otros países como Francia encontró dificultades para romper los monopolios existentes.
Su efecto era similar al de la copia manuscrita y ofrecía naturalidad y flexibilidad a la hora de representar el lenguaje musical, lo que le otorgaba ventajas respecto al empleo de tipos móviles que, de todas formas, conservaron su posición predominante dentro de la industria durante otros cien años debido a intereses creados y cuestiones de carácter empresarial.
En España, la situación no hizo sino empeorar hasta el punto de que al final del reinado de los Austrias la actividad era casi inexistente.
Podemos citar la labor llevada a cabo en Madrid por la empresa Tipografía Regia, especializada en libros de canto litúrgico, algunos ejemplares de misas y motetes editados en Zaragoza y Salamanca, y el tomo de música de tecla, La Facultad orgánica.
Además, destaca la producción de impresos para guitarra-instrumento que gozaba del favor de los cortesanos-, con varios métodos publicados como Instrucción de música sobre la guitarra española, una obra de Gaspar Sanz pionera en el uso del grabado musical sobre plancha metálica.
De nuevo, el salto de siglo aportó novedades a la industria internacional de edición de música que apenas se vieron reflejadas en nuestro país.
La difusión de la educación musical entre las clases pudientes trae consigo una creciente demanda de piezas impresas que dinamiza la producción, favorecida además por el perfeccionamiento del sistema de grabado calcográfico gracias al empleo de punzones de signos musicales y planchas de petrel, un material más dúctil y económico que el cobre.
Ello posibilita el establecimiento de numerosos artesanos especializados que publicarían principalmente música de cámara, ya fueran partituras sueltas para cada instrumento o impresos completos con el acompañamiento vocal incluido.
Sin embargo, en España estos cambios sociales y tecnológicos no llegan a penetrar con la misma intensidad que en el continente europeo.
Las nuevas técnicas calcográficas tardan en implementarse hasta bien avanzada la centuria y además lo hacen de manera muy puntual.
Igualmente, el público mayoritario que consumía música se ceñía al ámbito eclesiástico, donde seguía prevaleciendo el intercambio en forma manuscrita, y los escasos grupos de burgueses y cortesanos aficionados carecían de entidad para estimular una oferta relevante de impresos musicales.
Otro problema serio para lograr establecer una sólida industria autóctona eran las importaciones de libros litúrgicos y el monopolio que sobre su distribución ejercía el monasterio de El Escorial.
La presión que los comerciantes de la Corte ejercieron sobre el monarca Felipe V desembocó en la creación de la Real Compañía de Impresores y Libreros, una cooperativa de artesanos madrileños fundada en 1762 para abastecer de este tipo de volúmenes al monasterio que nunca llegó a consolidarse al no poder competir en precios con los poderosos talleres flamencos.
Las situaciones se repetían. Los autores de la época seguían manteniendo la misma costumbre que sus iguales del siglo anterior: mandar imprimir fuera toda su producción musical ante la ausencia de talleres especializados.
Muy pocos son los establecimientos que podían acercarse a tal calificación.
Uno de ellos es la tienda Imprenta de Música, constituida a principios de siglo en Madrid por el organista José de Torres que también inventó algunas mejoras en el sistema tradicional de producción. De sus talleres salieron obras como Reglas generales de acompañar en órgano, clavicordio y harpa y piezas firmadas por músicos de la época.
Otro ejemplo es la imprenta de Joaquín Ibarra que produjo gran número de impresos musicales, entre los que destacan colecciones de contradanzas, libros de canto llano y tratados teóricos.
Existieron, igualmente, iniciativas aisladas de grabadores, sin experiencia en el sector, para sacar adelante partituras calcográficas, y también trabajos de gran enjundia en este ámbito como Toques de guerra, una de las versiones más antiguas del himno nacional plasmada por un grabador de cámara de Carlos IV.
Además, hay que registrar varios intentos privados de obtener, casi siempre a iniciativa de ciudadanos extranjeros, privilegios reales de exclusividad para estampar música en España con el argumento de crear un establecimiento dotado de apoyos oficiales que pudiera competir con los costes foráneos y frenar las importaciones.
La mayoría fracasaron debido a la reticencia gubernamental de limitar el libre comercio, lo que, unido a la ausencia de demanda y a la falta de interés oficial en impulsar la industria-la única medida en este sentido fue la creación en 1789 de la Real Calcografía-, imposibilitó consolidar una imprenta nacional equiparable a las exteriores.
Se puede afirmar que el repertorio de música impresa en España antes del XIX, escaso y limitado a un número reducido de copias por la precariedad del sector, se restringe a autores locales o creadores extranjeros que residían en el país y que el grueso de la música nacional de esos siglos se estampó fuera de nuestras fronteras.
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