Entre los accesorios y el arsenal de seducción decimonónico de las aristócratas y burguesas pudientes destaca un pequeño objeto, adminículo para los especialistas, que conjuga practicidad, belleza y atractivo en sus versiones más exquisitas.
Un complemento femenino que durante el romanticismo forma parte del juego del alambicado protocolo y la comunicación interpersonal no verbal y transmite, al igual que el abanico o el pañuelo, el estatus socioeconómico de su propietaria e indicios sobre sus intenciones y deseos.
Popularizado su uso a ambos lados del Atlántico y conocido en otros países como ballspenden, dance card, programme du bal y carnet de Bal, el carné de baile es una agenda, tarjetero, tarjetón doblado, librillo impreso o programa usado por las mujeres para apuntar el orden y las parejas de sus danzas de sociedad que surge en respuesta a esa necesidad pero evoluciona rápido hacia el ornato y la distinción.
Ya desde finales del siglo XVII las familias nobles contrataban a ilustres profesores de baile de fama internacional para instruir a hombres y mujeres en una actividad que cada vez ganaba más relevancia en las relaciones sociales y el entretenimiento de la época.
Las danzas de moda por entonces como el minué, el rigodón o la mazurca eran largas y de estructura rígida pero a principios del siglo XIX ceden terreno a favor del vals, la polca, el galop y la redova que restan formalidad a la escena e inyectan dinamismo a los elegantes salones.
Las damas deben entonces recordar los nombres y la prevalencia de las peticiones de muchos más caballeros, lo que hace indispensable tener a mano un accesorio donde apuntar las citas.
De forma espontánea, recurren inicialmente a cuadernos decorativos o pequeñas agendas de apertura en abanico, que ya empleaban en otros menesteres, para anotar los nombres de los compañeros y los turnos correspondientes.
Después, surgirán los folletos impresos que recogían las piezas musicales de la velada y el orden en que serían interpretadas por la orquesta, con un espacio para escribir el paternaire elegido, y luego las referencias distribuidas a través de los comercios especializados con lápiz a juego y una amplia oferta de calidades, materiales, precios, decoraciones y acabados.
Es difícil conocer con exactitud cuándo nace la costumbre de apuntar los bailes que genera la necesidad del accesorio pero todo apunta a que la horquilla cronológica de la gestación de este curioso artículo se sitúa en las últimas décadas del XVIII.
Las unidades tempranas aparecen en Austria en torno a los festivales de baile que se celebraban en Viena, capital mundial de la música y epicentro histórico de la danza
La relevancia internacional de estos eventos, que atraían a lo más granado de la sociedad europea, contribuye a la difusión de la idea y, según algunas fuentes, en torno a 1800 ya se manufacturan carnés de baile en Birmingham, uno de los centros plateros más importantes del mundo.
Pero será a partir de los años veinte y treinta, tras el Congreso de Viena que reunió a multitud de diplomáticos que, además de hacer política, acudían a bailes aristocráticos en salones públicos y privados y se contagiaban de la moda imperante, cuando el carné de baile pasa a formar parte del vestuario de cualquier dama que se precie, tanto en Europa como en América.
Este complemento femenino se hace imprescindible y adopta formas caprichosas y seductoras.
Los asistentes a muchos de estos suntuosos bailes recibían en la invitación o a la entrada al salón un programa con la música que sonaría esa noche y las mujeres debían echar mano de un carné o un tarjetero con agenda para guardar las tarjetas de visita y organizar las distintas peticiones, que, según la belleza de la dama, podían ser bastante numerosas.
Existieron algunas piezas, con portadas decorativas, que ya llevaban escrito el nombre de los bailes y los compositores e incluso reflejaban la fecha, el organizador y la ubicación pero no resultaban muy prácticas y su uso era minoritario.
Lo normal era que las damas apuntaran la danza y el nombre del acompañante seleccionado (los hombres usaban agendas para el mismo menester) con el lapicero de mina de plomo, que puede actuar de cierre y se une al carné mediante una cadena, una cinta o un cordón.
El adminículo, que se colgaba de la muñeca y a veces disponía de una argolla para prenderlo a un bolso o un cinturón, transmitía pistas sobre el estado civil de la mujer ya que, por regla general, las solteras elegían el nácar, las casadas el marfil y las viudas el azabache.
Los había de otros muchos materiales desde los más modestos como el cartón, la madera, el cuero, el metal chapado y el acero hasta compuestos preciados como el esmalte, la laca, el carey, la madreperla, el oro o la plata.
La riqueza de las decoraciones exteriores no se quedaba atrás con cincelados, grabados, relieves, pinturas, gemas cabujonas, repujados, camafeos, relojes, cristales finos, escudos y cualquier cosa que uno imaginara y pudiera pagar.
Algunos motivos recurrentes eran los de corte romántico como las parejas de enamorados, los vegetales y florales, los heráldicos, los retratos y los paisajes.
Por lo que respecta a las formas, predomina la rectangular pero coexiste con formatos triangulares, hexagonales, elípticos, en forma de lágrima y abanico, imitando un etui, de láminas desplegables, con mango, caprichosos o de estampa esqueletizada y calada.
Lo habitual era adquirirlos en los comercios de la época en juegos combinados con monederos, agendas y devocionarios y acompañados de pomposos estuches de piel pero también se personalizaban y hacían por encargo
Las jóvenes se presentaban en sociedad el día de su primer baile, un acontecimiento muy esperado en aquellos años donde el papel público de las mujeres era bastante restringido, y la elección del vestido de tafetán de seda o rayón y los complementos representaba un momento simbólico del paso a la madurez.
Estos carnés podían incluir pinzas articuladas y bolsillos laterales de fuelle y solían llevar el interior rematado en seda de colores.
Muchos se guardaban como recuerdo ya que suponía un orgullo haber bailado a lo largo de la temporada con los caballeros más distinguidos o las mujeres más agraciadas.
Una ciudad como Barcelona o Madrid podía organizar en casas particulares, Casinos y Liceos al menos un baile de sociedad o de máscaras al día.
Estos encuentros, sin duda la mejor elección para divertirse, conocer gente y encontrar marido, comenzaban alrededor de las nueve de la noche y se extendían hasta altas horas de la madrugada, con asistencias que rondaban el medio millar de personas.
Cifras que dan idea de las dimensiones alcanzadas por un entretenimiento que se atenía a un protocolo prefijado -las alabadas reglas de etiqueta plasmadas incluso en libros-y resultaba el marco idóneo para establecer relaciones sentimentales, sociales, económicas, políticas y comerciales.
Algunas de esas normas de refinamiento contemplaban no bailar demasiadas veces con una misma dama, no rechazar a las menos atractivas, no faltar a un turno acordado y escrito en el carné, invitar siempre a la hija de los anfitriones o abstenerse de danzar en toda la velada si se denegaba un baile a un caballero sin estar comprometida.
Para pedir un baile los varones tenían que situarse a una distancia razonable de la mujer, hacerle una reverencia ligera y solicitarle el honor de su presencia como compañera, sin caer en la altivez ni la urgencia. Y, por supuesto, debían conocer los pasos de la danza ya que un error ponía a su pareja en una situación incómoda.
El empleo de los carnés de baile permanece mientras se conserva la costumbre de indicar previamente las piezas que tocará la orquesta y comienza a decaer con la entrada del siglo pasado aunque no desaparece hasta los años treinta con la llegada de otro tipo de danzas y la implantación de los nuevos medios de reproducción musical.
En el mercado de antigüedades podemos hallar una notable variedad de piezas, algunas de extraordinaria belleza, y toparnos incluso con unidades que pertenecieron a mujeres prominentes y conservan su firma, las iniciales o el nombre de los elegidos para danzar aquella noche.
Proceden de Estados Unidos, Inglaterra, Austria, Alemania y, en gran medida, de Francia ya que este país siempre ha sido una referencia en materia de moda y complementos para mujer.
Artículos que nos transportan a salones de suelos marmóleos, engalanados con flores y espejos, iluminados con ricas lámparas y decorados con refinados muebles y selectas obras de arte.
Escenarios donde parejas ya olvidadas bailaron una velada al son de la música y quizás iniciaron algo especial con aquel nombre, ya para siempre ligado a aquella canción, escrito de forma apresurada en ese recién estrenado carné de baile.
Que paséis una Feliz Navidad. Os esperamos en 2018.
Deseamos que sea un año grato para tod@s